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Diagnóstico Reservado/ José Saldaña
En un país donde la privacidad es más una aspiración que una realidad, el anuncio de que la CURP biométrica será obligatoria a partir de 2026 debería encender todas las alarmas. Pero, como suele suceder con las decisiones del aparato gubernamental, este paso se presenta como un avance tecnológico y una medida de “seguridad e identidad”, cuando en realidad abre la puerta a una nueva era de vigilancia, centralización excesiva de datos personales y un preocupante retroceso en derechos fundamentales.
La Clave Única de Registro de Población (CURP) se transformará en algo más que un número de identificación: incluirá huellas dactilares, iris, rostro y firma digital. Todo esto estará resguardado en una base de datos centralizada bajo la tutela del Estado. Y si bien los promotores de esta iniciativa argumentan que servirá para combatir fraudes, depurar padrones sociales o facilitar trámites gubernamentales, el trasfondo es más turbio.
¿Por qué darle al gobierno acceso a nuestros rasgos biométricos sin una ley clara de protección de datos que realmente funcione y se cumpla? ¿Por qué centralizar tal cantidad de información sensible cuando ni siquiera se ha garantizado que sistemas actuales —como el de salud, seguridad social o fiscal— estén blindados contra filtraciones, hackeos o mal uso? El historial mexicano en materia de ciberseguridad e integridad institucional no invita precisamente a confiar.
Además, lo “obligatorio” en este contexto no es un tecnicismo: quien no cuente con CURP biométrica no podrá acceder a trámites esenciales. Se excluye, por omisión, a millones de mexicanos que viven en zonas rurales o que, por razones personales o religiosas, desconfían del registro biométrico. Se configura un escenario de discriminación institucional, donde la identidad legal queda condicionada a someterse a un escaneo estatal.
Y no olvidemos que esta medida se toma en un país que no ha resuelto la vigilancia ilegal de periodistas y activistas, ni ha transparentado el uso de herramientas como Pegasus. ¿Realmente queremos que un gobierno con antecedentes de espionaje y abuso tenga ahora en sus manos nuestra huella dactilar y el mapa de nuestro iris?
El argumento de “esto ya se hace en otros países” es peligroso. Sí, hay ejemplos en India, Estados Unidos y Europa, pero en muchos de esos casos hay también contrapesos institucionales, leyes de protección de datos robustas y sociedad civil activa. Aquí, el terreno está lejos de ser parejo.
No se trata de rechazar la tecnología, sino de exigir que se use con responsabilidad, transparencia y garantías. Imponer una CURP biométrica sin antes garantizar el derecho a la privacidad y el control ciudadano sobre sus datos es como construir un banco sin caja fuerte. O peor: una caja fuerte con la llave en manos de quien ya ha demostrado que no siempre actúa con ética.
La identidad no puede convertirse en un chantaje digital. El gobierno debe entender que los derechos no se escanean ni se codifican: se respetan. Y si no hay resistencia, en 2026 habremos entregado algo más que nuestros datos. Habrán capturado nuestro consentimiento.